De niña, todo en casa era muy silencioso. La tele apagada, la radio al mínimo volumen. Incluso en el colegio, todos susurraban. Pero había algo dentro de mi que resonaba en mi cabeza, el eco. Todos los sonidos, por muy bajos que fueran, se convertían en un eco ruidoso e infinito en mi cabeza. Y así, supe lo que era el amor. Llegó el día de mayor temor en mi vida... mudarme sola. El solo hecho de estar entre cuatro paredes blancas, sin ritmo, sin sonido me iba a enloquecer. Así, compré cualquier artefacto, dispositivo, adorno o mascota que hiciera ruido y comencé a sentir paz. Luego vino la gente, algunos se quedaron, otros se fueron. Y mientras más llegaban más ruido había. A cualquier hora del día o de la noche, la única regla en mi vida era hacer ruido. Gritos, canciones, discusiones, risas, sonidos sin sentido ni razón. La intención era eliminar el silencio. Un día, el de mayor éxtasis, hubo mucho ruido, mi corazón latía desbocado como un corcel. Ese día hubo tanto ruido en mi vida que finalmente, pude estar en silencio.
Mariela Zaá Avila
Mariela Zaá Avila